CAPITULO 20º: (primera parte): LA FINCA DE VALDELACANA
Del libro: AUTOBIOGRAFIA DE UN NIÑO EN JABUGO EN 1950
LA FINCA DE VALDELACANA que está situada en el Repilao. Era de mi padre. Fue heredada de dos tíos solteros y discurría un tramo pequeño de la ribera de Carabaña, que viene desde Cortegana regando aguas abajo, todas las fincas de ese pueblo. Estas mismas huertas eran las que se encargaban de quitarle el agua a mi padre en el tiempo de la siembra.
Mi padre se tenía que contentar con la poca agua que le llegaba o las sobras que ellos le dejaban, por tanto solo podía sembrar poca cosa, y si el año había sido seco, ni que decir tiene que ni sembraba.
Por aquel entonces no había cemento ni materiales de plástico para poder fabricar una gran balsa y almacenar el agua tan preciada para la siembra.
Los muros y las casas se hacían de argamasa de tierra y piedras y conformadas entre tablas de maderas que esa tierra y piedra una vez humedecidas y bien aplastadas o apisonadas con grandes mazos de encina con largos mangos.
A los dos o tres días siguientes se les quitaba las tablas y aparecía la pared sólida y duradera ya construida para muchísimos años. Se la coronaba con una hilera de tejas árabes con la finalidad de que la lluvia al caer, no la erosionara y la deshiciera desmoronándola o bien se les ponía finas lanchas de pizarra negra.
El material de construcción era cal y arena. La cal venia de un color rosa y la mayoría de las veces era blanca y muy caliente. Mi padre solía enterrar unas patatas en ella y a los pocos minutos ya estaba cocinada o asada dispuesta para ser comida, pellizcándola y tirando de la fina cascara.
El hombre del campo siempre mira al cielo para ver cuando llega el agua tan esperada que fertilice sus tierras o grano que ha depositado y enterrado en los surcos de la sementera.
Mi padre pudo recoger algo de esa sementera, incluso para vender, sobre todo en años de bonanza.
En los años buenos de lluvia. Vi a mi padre como traía las angarillas a lomos de su burrita Margarita y de un mulo blanco que también tenía.
Venían las bestias a casa a la calle Talero nº 12 cargaditos de melocotones y nectarinas, membrillos y manzanas reinetas y peros, allí llamados (cachones) y los melones amarillos y los melocotones abridores (albérchigos) y sandias y tomates, que en mi casa se vendían, acudiendo la vecindad a comprarlas y hasta se “peleaban” por los artículos.
Entre tanta variedad de frutos había un tipo de sandia o calabaza que mi madre colocaba en el balcón que daba a la fachada de la calle del doblado o soberado y que todo transeúnte podía ver al caminar por la acera.
Este mismo escaparate también lo vi en los distintos pueblos de la Rioja donde pase tres hermosos años de mi juventud. Pero he de hacer una observación: que allí se veían colgados sobre las ventanas y balcones en tiras más o menos largas de pimientos rojos choriceros, que llamaban la atención.
Esas sandias se llamaban sidra y mi madre conseguía con ellas. Hacer meloja y cabello de ángel. Y con la miel fabricaba pestiños y rosas de miel muy ricas.
También solía hacer perrunillas y roscos azucarados.
Mi madre debió de aprenderlo de mi abuela Teófila de Hinojales.
En la finca. Tenía mi padre dos o tres colmenas de corcho y llegado su tiempo venia un hombre de Cortegana a sacar la miel de aquellos grandes canutos de corcho con sus tapaderas del mismo material. Al final de su trabajo dejaba unas grandes bolas de cera, que no se sabe qué utilidad podían tener, Nosotros jugábamos al balón dentro de mi casa.
El hombre venía acompañado de un mozo que era su hijo y traía unos artilugios de largas varillas niqueladas y espátulas alargadas también de níquel brillante y reluciente.
Estas herramientas se fabricaban en la vecina Cortegana. Debió de haber buenos artesanos en la fundición o en la fragua. Porque mi padre tubo una romana muy grande de níquel que se la fabricaron en ese pueblo y que daba gran fiabilidad cuando pesaba los cochinos de la montanera que se engordaban con las bellotas de la finca y el corcho que se pesaba cada doce años. Mi padre antes de irse a Sevilla se deshizo de ella vendiéndosela a algún paisano del pueblo.
Periódicamente también venia un hombre desde Galaroza con un gran mulo blanco que portaba una angarillas
Y vendía naranjas y plátanos y en su pregón decía: Las naranjas de Mairena sin pipas muy dulces y muy buenas.
En ese mismo balcón de la casa de Jabugo, también ponía unas planchas de corcho que servían de base para extender los orejones (trozos de melocotones amarillos en tiras) que el sol se encargaba de dorarlos y secarlos o deshidratarlos para poderlos comer entrado el invierno.
También se ponían las ciruelas pasas de fraile que eran en forma de peras alargadas y los riquísimos bruños. (Ciruela de color verde amarillento, riquísimas)
Hay que puntualizar que estábamos viviendo en una década de posguerra y que la escasez de alimentos básicos era evidente, y todo aquel que pudiera aportar algo de caloría o proteínas, vitaminas a aquella sociedad mal nutrida era alabado y agasajado.
Inmediatamente se corría la voz por todas las calles del pueblo; de que fulanito ha traído tal cosa…
Lo que más importaba en aquellos años era la alimentación.
CAPITULO 20º (Fin de la 1ª parte) de: LA FINCA DE VALDELACANA
Del libro: AUTOBIOGRAFIA DE UN NIÑO EN JABUGO EN 1950
(UN SALUDO) DON PEDRO JUNIOR (CONTINURA)
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